Durante el siglo XVIII, el ornamento arquitectónico en la vivienda habanera pasó a ocupar un lugar protagónico en la expresión de la jerarquía social y los valores estéticos del barroco caribeño. A medida que se consolidaba la elite criolla y la ciudad crecía en importancia, los detalles constructivos y decorativos se hicieron más complejos, visibles y simbólicos.
Un cambio notable se dio en la fachada: “Las fachadas han sufrido grandes transformaciones. A pesar de ello, en los ejemplos que aún se conservan en el centro histórico de La Habana se pueden apreciar sus formas rectangulares, con proporciones achatadas, características del período que se trata. Eventualmente las portadas fueron tratadas con una guarnición formada por pilastras sencillas adosadas a los lados, que sostenían un entablamento más o menos simplificado” (Oliva, 2014, p. 417).
El uso del color y la textura fue también fundamental en esta transformación. “Los muros eran pintados con cal blanca y de colores que, junto al tostado de los elementos madereros y al rojo de los tejados, daban una hermosa imagen” (Oliva, 2014, p. 417).
Uno de los elementos más representativos del ornamento barroco fue el balcón, que expresaba jerarquía desde el plano simbólico: “El balcón era la parte de la casa más representativo de la interrelación de lo público y lo privado. Expresaba simbólicamente el rango social de quien miraba desde los altos a los transeúntes, con gesto de predominio” (Oliva, 2014, p. 418).
También se incorporaron portales en viviendas ubicadas frente a plazas, lo que fusionaba función urbana y ornamento. Como afirma Weiss: “Presumimos que los portales, durante la mayor parte del siglo XVII, debieron de ser construcción leñosa, compuestos de postes y techos de madera, al modo de las galerías y cobertizos de los patios, que sin duda suministraron el modelo” (Weiss, 1949, p. 89).
En los interiores, el alfarje, el mobiliario y los objetos decorativos comunicaban la posición social de los habitantes. “La sala tenía el mejor alfarje, puertas, ventanas y piso, e inclusive el mobiliario de mayor calidad” (Oliva, 2014, p. 250). Los muebles no solo eran funcionales, sino también vehículos de representación simbólica. “Los muebles no han estado divorciados de la capacidad de actuar de las personas y del poder comunicativo de las palabras” (Oliva, 2014, p. 250).
Finalmente, el uso de materiales locales, como maderas nobles (caoba, granadillo, cedro), contribuyó a una estética barroca adaptada al medio caribeño. “Por último, no hay que olvidar el gran consumo que se hizo de nuestras excelentes y entonces abundantes maderas, estructuralmente, en techos, galerías y balcones, y también en elementos secundarios, como puertas, rejas, ventanas” (Weiss, 1949, p. 94).
Así, el ornamento en la Nueva Habana no solo reflejaba una estética barroca importada, sino también una cultura material criolla en expansión, donde los detalles no eran meros adornos sino expresiones vivas del poder, el gusto y el nuevo modo de habitar.
Nueva Habana – Detalle y ornamento
A pesar de la sobriedad general de la ciudad colonial en sus etapas tempranas, en los interiores domésticos se fue desarrollando una cultura material rica en significados simbólicos.
En cuanto a los materiales y la ambientación, Oliva señala: “los muros eran pintados con cal blanca y de colores que, junto al tostado de los elementos madereros y al rojo de los tejados, daban una hermosa imagen. En el interior de las viviendas fue generalizado el uso del blanco para dar más luz y limpieza a la casa” (Oliva, 2014, p. 417). Esta estética no era sólo decorativa, sino también funcional en relación con el clima y la higiene.
Las fachadas, aunque sobrias en el siglo XVI, comenzaron a incorporar más vanos hacia el exterior a partir del siglo XVII. Como explica Oliva, “al igual que las galerías, los balcones eran para que la familia y las visitas se sentaran a disfrutar de la brisa. En su mayoría eran de madera, con un tejadillo que permitía abrir las puertas de par en par sin perder la intimidad de las habitaciones” (Oliva, 2014, p. 417). El balcón se volvió un elemento simbólico de distinción y jerarquía en la fachada.
En el interior de las viviendas, la decoración expresaba el lugar social de los propietarios. Oliva detalla que “el mueble más importante en los dormitorios no podía ser otro que la cama, que podía ser de granadillo, cedro o caoba, estas últimas frecuentes en las personas pertenecientes a los grupos de alto poder económico” (Oliva, 2014, p. 251). El uso de maderas nobles no era solo una elección técnica, sino una manifestación del prestigio familiar.
La sala o recibidor era el espacio con mayor nivel de ornamento. “La sala tenía el mejor alfarje, puertas, ventanas y piso, e inclusive el mobiliario de mayor calidad” (Oliva, 2014, p. 251). Era allí donde se desarrollaban tertulias, visitas formales y actividades sociales que requerían un ambiente decorado con atención.
Por su parte, Emilio Roig, citando a Hernando de la Parra, describe el mobiliario de finales del siglo XVI : “Los muebles consisten en bancos y asientos de cedro o caoba sin respaldar, con cuatro pies que forran en lona o en cueros, que por lo regular es el lecho de la gente pobre. Los pobladores acomodados mandan a Castilla el ébano y el granadillo […] y de allá le vienen construidos ricos dormitorios que llaman cama imperial” (Oliva, 2014, p. 256).
El mobiliario funcionaba así como un signo cultural y económico. “Los muebles no han estado divorciados de la capacidad de actuar de las personas, por lo que transmiten las relaciones sociales que se establecen a partir de sus usos” (Oliva, 2014, p. 251). Las diferencias entre taburetes, sillas de brazos, cómodas o arcones no eran neutras: hablaban del género, el poder, y la estructura jerárquica del hogar.
Por tanto, el ornamento en la vivienda habanera colonial temprana no puede entenderse como mero adorno. Era el lenguaje visible de la distinción social, la expresión material de una forma de habitar que iba más allá de lo funcional para situarse en lo simbólico.
Vieja Habana – El ornamento y el detalle
La transformación de La Habana entre los siglos XVII y XVIII revela un proceso complejo donde la arquitectura, el urbanismo y la forma de habitar se vieron profundamente afectados por factores políticos, económicos y demográficos. El paso de una ciudad militar y comercial de escala reducida a una capital barroca, con funciones diversificadas y tejido urbano complejo, estuvo impulsado por la consolidación del poder colonial, el crecimiento poblacional y la evolución de los grupos sociales locales.
El cambio en la escala y forma de la ciudad fue un indicador visible de estos procesos. “En el período barroco, el crecimiento poblacional, el enriquecimiento funcional derivado del aumento de las actividades urbanas, el uso alternativo, permanente o efímero de los espacios públicos y el nuevo paisaje urbano resultante de la suma de las fachadas de los edificios barrocos, todo ello cualificó la estructura urbana de la cuadrícula neutra del siglo XVI, transformándola en un espacio barroco a la española o a la hispanoamericana” (Nicolini, 2001, p. 1095).
Este paisaje urbano barroco no fue una réplica exacta del modelo europeo, sino una reinterpretación condicionada por las características materiales, sociales y climáticas del Caribe. Como expresa Oliva: “La arquitectura es instrumento cultural que construye el paisaje social, reproduciendo el patrón de racionalidad de una sociedad, generando una estructura espacial y relaciones que reflejan una determinada lógica social” (Olivia, 2014, p. 255).
Desde esta perspectiva, la vivienda dejó de ser un objeto cerrado para convertirse en el escenario de múltiples capas sociales. Las nuevas tipologías como la casa-almacén o las residencias de altos contribuyeron a redefinir la forma de habitar y a establecer jerarquías visibles en el paisaje construido. A su vez, los elementos ornamentales como balcones, portadas y escudos, adquirieron un rol representativo que reflejaba los valores simbólicos del poder local.
Este proceso no se limitó a lo edilicio, sino que alcanzó lo urbano. Las plazas, que en el período inicial eran nodos fundacionales, se convirtieron en escenarios plurifuncionales que articularon actividades cívicas, religiosas, militares y comerciales. “El centro direccional constituido a lo largo de un eje paralelo al puerto […] se configura por la unión de calles –Mercaderes y Oficios– y plazas –de Armas, de San Francisco y Plaza Nueva–” (Transformación Urbana en Cuba, 2021, p. 10).
La pérdida del control directo de la autoridad española en el espacio urbano, sumada a la influencia de ideas ilustradas sobre higiene, orden y racionalidad, transformó la manera en que se construyó la ciudad. “Desde 1740 La Habana había comenzado a adoptar las características de una ciudad moderna” (Oliva, 2014, p. 426).
En definitiva, el barroco en La Habana no puede entenderse solo como un estilo, sino como una manifestación compleja de la modernización colonial. El aumento del ornamento, la especialización funcional del espacio urbano, la monumentalización de los edificios públicos y la complejización de las viviendas reflejan el proceso de construcción de una ciudad que expresaba en su forma la jerarquía, la identidad y las tensiones de su tiempo.
Conclusión