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Conclusión

El proceso de formación de La Habana entre los siglos XVII y XVIII no fue solo una transformación en el tiempo, sino también un enfrentamiento de modelos espaciales, sociales y simbólicos. La ciudad antigua, nacida bajo una lógica colonial temprana, y la ciudad barroca, organizada desde nuevas aspiraciones ilustradas, representan dos formas distintas de construir y habitar el espacio urbano. Compararlas permite comprender no solo lo que se transformó, sino también lo que persistió y lo que fue tensado en la historia urbana habanera.

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La vieja Habana, correspondiente a los primeros siglos de la colonización, se conformó como un entramado espontáneo y funcional. Las viviendas eran construidas con materiales precarios como guano, madera o tierra, adaptadas a los recursos disponibles y al clima tropical. El bohío, como forma vernácula heredada de la cultura indígena, fue central en este paisaje. Estas casas no se entendían como unidades aisladas, sino como parte de pequeños conjuntos que articulaban vivienda, trabajo y subsistencia, reproduciendo una lógica de mundo rural incluso dentro del contexto urbano. En esta etapa, el trazado era irregular, las manzanas no estaban claramente definidas, y las jerarquías espaciales aún eran incipientes.

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Con el paso al siglo XVIII, la ciudad comienza a experimentar cambios sustanciales. Las reformas borbónicas, la apertura comercial y la influencia de las ideas ilustradas promovieron una nueva racionalidad urbana. El barroco habanero no se limitó a ser un estilo decorativo, sino que se convirtió en una estrategia de organización social y visual del espacio. Se buscó monumentalizar la ciudad, ordenarla, jerarquizarla. Las plazas comenzaron a tener un rol central como nodos simbólicos; los edificios adquirieron escala y presencia, y la arquitectura se transformó en un medio de representación del poder colonial y criollo.

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En este contexto, surgieron nuevas tipologías: casas de altos, casas-almacén, edificios con balcones, rejas y escudos heráldicos. Estos elementos no solo respondían a necesidades prácticas, sino que expresaban una clara diferenciación social. La vivienda se convirtió en un signo de estatus, y su ubicación, tamaño y ornamentación hablaban del lugar que sus habitantes ocupaban en la jerarquía colonial.

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La comparación entre ambas Habanas la colonial y la barroca revela una transformación profunda en la relación entre espacio y sociedad. Si en la etapa temprana la ciudad era más porosa y heterogénea, donde convivían viviendas humildes con solares vacíos y casas principales, en la etapa barroca esa convivencia se volvió más tensa. La diferenciación de clases se hizo visible en el espacio: el centro se consolidó como espacio de poder, mientras que las formas de habitar populares como el bohío fueron desplazadas hacia los márgenes físicos y simbólicos.

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Sin embargo, esta modernización no fue absoluta. Muchos elementos del pasado se mantuvieron: los materiales vernáculos siguieron utilizándose en viviendas humildes, y la lógica comunitaria del habitar campesino persistió en las zonas periféricas. Incluso dentro del nuevo orden barroco, hubo resistencias. La ciudad no fue un plano limpio donde imponer modelos, sino un campo de negociaciones. En ese sentido, puede hablarse de una “in-disciplina” urbana: una forma silenciosa de desobediencia que transformó, adaptó y mestizó los patrones impuestos.

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Así, La Habana del siglo XVIII no es solo una ciudad barroca impuesta desde arriba, sino también una ciudad mestiza, resultado de la superposición de tiempos, prácticas y sentidos. Lo nuevo y lo viejo convivieron, a veces en tensión, a veces en armonía, generando un paisaje urbano plural, lleno de contradicciones y riqueza.

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Pensar la ciudad desde esta perspectiva latinoamericana implica reconocer que su historia no es lineal ni homogénea. La Habana no fue nunca solo colonial ni solo barroca: fue siempre ambas cosas a la vez. Y es precisamente en ese entrecruzamiento —entre lo que se mantuvo y lo que cambió— donde se juega su identidad más profunda.

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